Una escrupulosa exaltación al valor

 

Siempre me han causado repelús los bichitos que no vemos y esos que vemos pero se nos escoden. No tengo alfombras porque me imagino a los ácaros regodeándose entre sus rendijas y ¡ay si me encuentro una pulga caminando sobre mi perro!, me recorre un estremecimiento de pies a cabeza, se despierta mi instinto asesino y a riesgo de intoxicar a su hospedero, me aseguro de no dejar rastro de la plaga en medio de mi prurito psicótico.


Nunca toco los botones de los ascensores o las barandas de las escaleras y en el metro de Madrid, fortalecí mis piernas como base de sustentación para evitar sostenerme con las manos. Siempre he huido de los estornudos ajenos e incluso confieso que aguanto la respiración un buen rato cuando tengo el infortunio de presenciar alguno. Y como parte de mi trastorno, no me gusta compartir la comida y mucho menos las bebidas y jamás, ¡jamás!, compartiría mi maquillaje.


Durante mi formación como médico siempre existió el fantasma de la tuberculosis y esa sensación inminente de enfermedad cada vez que entraba a la habitación de un paciente con aislamiento respiratorio. Como oftalmóloga, a duras penas tengo que lidiar con las conjuntivitis, que despiertan en mí una necesidad imperiosa de desinfección inmediata y enfermiza de aparatos, me da pánico contagiarme, así que logramos coexistir sin intimar.


En fin, ya se van dando cuenta del grado de locura con el que tengo que convivir y de lo que ha sido para mí esta pandemia. Me alejé fisicamente de mis amigos, me perdí de los primeros meses de sus bebés, sacrifiqué tiempo con mi familia y no recuerdo cuando les di el último beso o abrazo. Mis rutinas de desinfección en la consulta son estrictas, me disfrazo de pies a cabeza, utilizo siempre todas las medidas de seguridad y no volví a comer en el restaurante de la clínica por miedo a quitarme el tapabocas. Cambié por completo mi vida para esconderme del virus y traté de ocultar a los míos para que Don Covid no pudiera alcanzarlos… pero el virus encontró un atajo para entrar en la familia y me paralicé. 


Y ahí estábamos, mi esposo y yo en medio de una sala de urgencias con mas de 40 personas tosiendo a nuestro alrededor y nosotros con miedo de respirar y sin poder huir, porque a la familia se le acompaña en las buenas y en las malas, especialmente en las malas. Creo que debo tener daño hepático por todo el alcohol con el que froté mis manos, uniforme, cara y pelo (si, pelo) y les aseguro que mi carro tiene prueba de alcoholemia positiva. Todo me parecía contaminado; las paredes, las camillas, los interruptores, el aire… sentíamos como si estuviéramos dentro de una nube de Covid, ese peligroso y escurridizo bicho que se te mete por los poros… yo estaba tan protegida como era posible, en mi versión de un astronauta (¿Covidnauta?), pero nunca me había sentido tan desnuda, vulnerable y arrinconada por el enemigo.


En la sala de urgencias, mientras pasaban las horas entre la preocupación y el miedo, desperté de mi letargo ante el asombro de ver personas a mi lado, luchando con valentía, intentando con todas sus fuerzas, robarle un suspiro a la vida.


Pero de quien quiero escribir aquí no es de mí, esa cobarde recalcitrante de quien he venido hablando. Quiero hablar de esas personas que veía trabajar como hormiguitas, esos héroes de los que se ha hablado tanto y que han vivido el horror del sufrimiento ajeno y el miedo a contagiarse o a llevar el virus a sus casas, no por unas horas, sino durante 10 meses… ¡10 MESES!


Los médicos de urgencias, de las salas de hospitalización y de la UCI, quienes detrás de sus trajes de marcianos; con máscaras, batas que acaloran, gorros, guantes y tapabocas N95, siguen siendo amables, siguen viendo a la persona que está detrás de los tubos y al familiar asustado detrás del cristal… siguen alentando al paciente que les dice que tiene miedo de morirse, porque es tan importante la medicina para el cuerpo, como lo es el cariño para el alma.


Los enfermeros les hablan a los pacientes impacientes con amor mientras los calman en un acceso de tos, quizás ya se acostumbraron o se resignaron a vivir en medio del ambiente virulento, pero no parecen tener esa sensación de miedo constante a contagiarse con el contacto físico, por el contrario, los giran, limpian, regañan y miman en medio de su cansancio. Los terapeutas respiratorios, auxiliares de enfermería, patinadores, personal administrativo, de seguridad, el personal del aseo que debe manipular bolsas llenas de residuos infectados y deambular por las habitaciones de los pacientes retirando los restos de su comida y todas las personas que trabajan en medio de enfermos y de familiares que seguramente también lo están, conservan una sonrisa (que solo se ve en sus ojos que aprendieron a gesticular) a pesar de la adversidad… no sé ustedes, pero a eso le llamo valentía.


Han pasado 10 meses viendo irse a muchos, y aún así, vi lamentarse con sincera tristeza a médicos y enfermeras por la muerte de una persona, que hasta su ingreso era un desconocido, pero que se ganó sus afectos durante la hospitalización y a pesar del esfuerzo, no solo él, sino todo el equipo, habían perdido esa batalla.


Tengo que decirles que ya los admiraba sin vivirlo, los admiraba como quien ve la guerra en televisión y se asombra de la valentía de los soldados, los admiraba desde mi miedo. Pero estar allí adentro unas horas, me hizo comprender que los médicos de otras áreas no tenemos ni idea de lo que ustedes han tenido que ver, sentir, oler… vivir. No tenemos idea de las pesadillas que habrán tenido que presenciar, las luchas internas que han tenido que librar y las que callaron a familiares para no hacer mas grande un dolor que ya les pesa. 


Y si nosotros los médicos no podemos dimensionar la gravedad de lo que está pasando, después de tantos años de estudio, es difícil que puedan hacerlo las personas del común… no pueden hacerlo… no pueden… de verdad no se puede saber sin haber estado ahí.


Estos meses han sido grises para muchas personas y negros para otras. Para el personal de salud de primera linea, han sido una montaña rusa de sentimientos que van desde la tristeza infinita de recibir una pareja muy enferma que pide en medio del ahogo que no los dejen morir, promesa que ellos bien saben no les será fácil de cumplir, hasta la dicha de despedirse de algún encantador ancianito que se robó su corazón, logró salir de esto y ahora se dirige a casa, porque San Pedro puede esperar.


¡Impresionante! no hay palabras para exaltar el valor que vi en sus ojos. Gracias a todos y que esto acabe pronto, por mi salud mental pero sobretodo por la de ustedes. Y como diría mi abuelita: Cuídense mucho, no se me enfermen, porque la sociedad los necesita; necesita a ese auxiliar que llegó en el MIO a trabajar a las 7 de la noche y con una sonrisa grande y toda la decencia de quien se enorgullece de su labor, se presentó ante nosotros y se puso a la orden para lo que necesitáramos, con una energía envidiable. Necesitamos a la Dra. que en medio de la noche le contestó el teléfono a su esposo y con tono resignado le dijo que la sala estaba muy llena y que estaba algo retrasada en salir del turno… seguro estaba deseando ver a sus hijos. Necesitamos al terapeuta respiratorio y las 3 enfermeras que saltaron sobre nuestro paciente al subirlo a la UCI para ayudarlo, vestirlo, escucharlo y arroparlo… no solo con cobijas sino con su humanidad. Los necesitamos a todos y cada uno de ustedes. Por favor cuídense mucho, no se me enfermen, no se me mueran.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
¡ Excelente ! Me encantó y me conmovió en lo más profundo de mi ser. Gracias por tan sentidas palabras, disfruté mucho de esta lectura.
Att ctigreros
Unknown ha dicho que…

Excelente Martha! Lindas y justas palabras para tus colegas que están en enfrentando esta pandemia.

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